Desde hace dos años, Julian Assange vive como un extraño huésped en la Embajada de Ecuador en Reino Unido. El fundador de Wikileaks, la web que filtró miles de documentos secretos del departamento de Estado de EE UU y de sus operaciones en Irak y Afganistán, ocupa un pequeño apartamento en la sede diplomática del país andino en un exclusivo barrio londinense, próximo a los famosos almacenes Harrod’s. La policía vigila el edificio día y noche.
Assange, de 43 años y nacionalidad australiana, sabe que si pone un pie en la calle será inmediatamente detenido. Se refugió en la embajada para eludir su extradición a Suecia, donde la justicia lo reclama por un presunto delito de violación y acoso sexual. Lo que en principio parecía un asilo político que se iba a deshacer como un azucarillo en un vaso de agua dura ya más de dos años. Sorprende que durante ese tiempo ni sus abogados (entre los que figura Baltasar Garzón) ni el Gobierno británico hayan sido capaces de llegar a un acuerdo para superar este rocambolesco embrollo político.
Y ahí sigue Assange: confinado en una especie de búnker, donde las condiciones de vida, según ha reconocido, son diferentes a “una prisión real”. Aunque tampoco son precisamente unas vacaciones de lujo. A causa del aislamiento, asegura que sufre arritmias, hipertensión y problemas respiratorios y otras dolencias agravadas por la falta de sol. Por eso confía en salir “muy pronto”.
Lo que no ha revelado es cómo lo hará. Descartada de lleno la posibilidad de que una fuga, al estilo James Bond, es probable que apele a los recientes cambios en las leyes británicas sobre extradición. Siempre y cuando no sea para caer en manos de la justicia sueca o de las autoridades estadounidenses. Mientras tanto, su vida seguirá acotada por las cuatro paredes de una habitación de 20 metros cuadrados que hace las veces de vivienda, oficina y gimnasio.
Para el Gobierno británico, la presencia de Assange en su país no es precisamente cómoda. Además, los contribuyentes no paran de quejarse de que con sus impuestos tienen que hacer frente a la factura (unos 7,5 millones de euros) que supone el gasto en seguridad para impedir la huida de ese huésped tan extraño.
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